Caída de Roma vándalos alanos bárbaros desastre en la bética derrota romana saqueo alarico

Destrucción (1836), óleo sobre lienzo de Thomas Cole (1801-1848), Museo The New York Historical. Penúltima obra de la serie La vida del Imperio, muestra un devastador saqueo de Roma, unos hechos probablemente más cercanos al saqueo de Genserico del 455 que del de los godos de Alarico del 410. Fuente: Wikimedia Commons

Y es que no hay mayor desolación que la que produce en el hombre la certeza de que aquello que creía imposible, acontece. Por eso, cuando el 24 de agosto de 410, Alarico, rey de los visi y eterno aspirante a general del Imperio romano, consintió, casi a regañadientes, entregar Roma a las codiciosas manos de sus guerreros, el mundo entero tembló. Pues Roma, la ciudad que había sido designada por los dioses, primero, y por Cristo, después, como reina indiscutible del Orbe, había sido abandonada al saqueo y la humillación.

Tan solo diez años antes, un viejo soldado metido a magistral historiador, Amiano Marcelino, había escrito y proclamado en la mismísima Roma que ella, la madre del Imperio más grande, era la “Ciudad Eterna”. Una idea, por otra parte, transmutada en convicción universal, pues ese epíteto, “Eterna”, aparecía en el enunciado de las leyes, en los lemas acuñados en las monedas, en los poemas etc. desde los tiempos de Adriano y en el año 400 parecía tan conveniente a Roma, como la luz al sol[i].

Pero ahora, 24 de agosto de 410, la “eternidad” de Roma, su invencible destino, sería pisoteado por los pies de los bárbaros que, amalgamados por Alarico, pronto serán llamados visigodos, aunque entre sus filas se cuentan godos de muchas tribus, así como multitud de sármatas, alanos, taifales, hunos, esciros, bastarnas y gentes de otros pueblos del salvaje septentrión, así como también desertores, campesinos y esclavos fugados procedentes de una docena de provincias romanas.

¿Cómo fue posible? Para entenderlo y para luego asistir a tan prodigiosa caída, debemos regresar con el ambicioso ejecutado, con la disputa entre los dos bárbaros desesperados y con el idiota sentado en el trono imperial.

Con paso firme hacia la catástrofe

En el año 399, Estilicón, el hombre ambicioso, afirmó ante los refinados y opulentos aristócratas que integraban el Senado de Roma que el poder de los romanos estaba firmemente asentado y que tenían la dicha de estar viviendo una época dorada. No les mentía: Roma, en Occidente, tras las guerras civiles, parecía fuerte y su dominio, seguro. Pero Estilicón, el hombre ambicioso, no se conformaba con regir el Occidente mediante el expediente de tutelar al joven, voluble y obtuso Honorio, sino que empeñaba buena parte de su tiempo y recursos en extender su regencia al Oriente.

En dicho empeño, un bárbaro, Alarico, rey de los visi, jugaba un papel importante y, a la par, equívoco. Pues Alarico, en origen un jefe guerrero godo más entre muchos, había terminado por amalgamar en torno suyo una poderosa banda de guerra y en su empeño por convertirse en un magister militum del Imperio, había oscilado entre la rebelión contra Oriente y el acuerdo, por un lado, y la guerra abierta contra Occidente y el establecimiento de una alianza.

Estilicón y Alarico habían sido viejos enemigos y se habían enfrentado en numerosas batallas, siempre favorables al romano, desde 391 y desde Tracia al norte de Italia. Pero a partir de octubre de 401 y hasta la ejecución de Estilicón en agosto de 408, su relación se movería de continuo entre la hostilidad, el interés y el compromiso. Pues ambos pretendieron servirse del otro en su particular juego de poder.

Así, por ejemplo, en octubre-noviembre de 401, Alarico, aprovechando que Estilicón estaba combatiendo a otros bárbaros en el alto Danubio, invadió Italia y puso sitio a la capital imperial, en ese momento, Milán. Pero Estilicón acudió como un rayo y derrotó severamente al rey de los visi en una serie de tres magníficas batallas libradas entre abril y agosto de 402: en Pollentia, en los montes de Etruria y en Verona.

Batalla de Pollentia, ilustración de Pablo Outeiral del Desperta Ferro Especiales XXV: La legión romana (VII). El ocaso del Imperio. © Pablo Outeiral

En esas batallas, Estilicón podría haber masacrado por completo a Alarico y a la totalidad de sus seguidores, pero prefirió permitirle escapar con el objeto de poder usarlo más tarde contra el Oriente y así, someter más fácilmente a este último a su regencia[ii]. Pero la política de Estilicón, centrada en la defensa de Italia y, sobre todo, en su ambicioso proyecto de extender su tutela a Constantinopla, trajo como consecuencia el debilitamiento del dominio imperial sobre Britania y la frontera renana y a fines de 406 las tropas de Britania se alzaron y el limes renano colapsó y una avalancha de bárbaros penetró en las Galias.

Pese a tamaño desastre, Estilicón, reforzado por la victoria que en 406 logró sobre el segundo aluvión de bárbaros que cayó sobre Italia, el comandado por Radagaiso, se empeñó en continuar con su plan: dejar de lado lo que estaba pasando en la Prefectura de las Galias y, con el auxilio de Alarico, marchar sobre Constantinopla e imponer allí su tutela al emperador niño: Teodosio II, sobrino de Honorio, a la sazón emperador de Occidente y yerno de Estilicón.

Es en este punto cuando Honorio, el idiota sentado en el trono imperial, se creyó capaz de manejar la turbulenta situación en la que se hallaba su parte del Imperio, sin el concurso de su suegro y decidió ordenar su ejecución el 21 de agosto de 408. ¿Problema? La decapitación del generalísimo vino seguida de una violenta purga y en ella fueron asesinados miles de oficiales y soldados bárbaros junto con sus familias. Pero no todos. Muchos de los que sobrevivieron se refugiaron junto a Alarico que, al ser asesinado Estilicón, se quedó, una vez más, sin su proyectado y soñado ascenso al generalato romano.

Así que en agosto-septiembre de 408 Honorio se sentía muy ufano de haberse librado de Estilicón y de paso, haber dado rienda suelta al sentimiento antigermano que reinaba en su corte, pero en Nórico, entre el Danubio y los Alpes orientales, Alarico amenazaba con la guerra si no se respetaban los acuerdos que había firmado con el ejecutado Estilicón.

Y no se respetaron. Así que Alarico, en octubre de 408, optó por invadir de nuevo Italia y lo hizo a la cabeza de un pueblo-ejército reforzado extraordinariamente por los refugiados que habían huido de las matanzas de bárbaros ordenadas por el nuevo régimen de Honorio[iii].

Daba así comienzo la larga y extraña campaña en la que Roma, la Ciudad Eterna, la Señora del Mundo, sería saqueada.

«Fija precio a la carne humana»

Alarico fue el rayo asolador: cruzando Italia de noreste a suroeste, desdeñó Rávena, donde se hallaba Honorio, pues era inexpugnable, y se dirigió, directamente, contra Roma, ante cuyos muros se plantó en noviembre desatando el pánico, pues llegaba a la cabeza de cuarenta mil hombres armados entre los que había no solo bárbaros de muchas tribus, sino también multitud de desertores del ejército, esclavos y colonos romanos que se le habían sumado en la Cisalpina, Etruria y Lacio y que veían en el rey de los visi a un caudillo capaz de sacarlos de la terrible penuria que asolaba Italia.

Roma era, en principio, inconquistable y Alarico lo sabía: la gran Urbe seguía siendo la ciudad más poblada de la tierra con una población que rondaba los ochocientos mil habitantes, tan nutrida en todo caso que, todavía en 419, contaba entre su plebe con ciento veinte mil beneficiarios, con sus respectivas familias, de las entregas gratuitas de pan, carne salada y aceite[iv].

Además, esa enorme ciudad estaba fuertemente amurallada y sus impresionantes defensas, por si fuera poco, habían sido reparadas y ampliadas en 401-402 y, nuevamente, en 404 y 406. Pero tan impresionantes defensas no contaban con la guarnición suficiente y ya se sabe que por muy fuertes y altas que sean unas murallas, de nada sirven sin hombres que opongan acero al enemigo.

Murallas aurelianas de la ciudad de Roma, cerca de la puerta de San Sebastiano. Construidas en el siglo III por el emperador Aureliano, fueron remodeladas en el siglo V por orden de Honorio, duplicando su altura hasta los 16 m, unas defensas inexpugnables que sin embargo no impidieron el saqueo de Roma del 410. Fuente: Wikimedia Commons.

Además, Alarico y los romanos, el asediador y los asediados, poseían una misma certeza: Honorio no enviaría ningún ejército digno de ese nombre para salvar a Roma. ¿Por qué no? Por la sencilla razón que, tras la ejecución de Estilicón y la rebelión de Constantino III en Britania y las Galias, ese hipotético gran ejército, simplemente, no existía.

Así que el prefecto urbis y el Senado de Roma solo pudieron hacer una cosa ante Alarico: pagar un rescate a cambio de que el rey bárbaro con pretensiones de ser nombrado magister militum de Roma no entrara a saco en la Urbe. Y el rescate fue fabuloso: cinco mil libras de oro y tres mil de plata, cuatro mil túnicas de seda, tres mil pieles finas teñidas de vivo escarlata y treinta mil libras de carísima pimienta[v]. Nunca antes un rey bárbaro había obtenido un tesoro tan grande de Roma. Ahora, Alarico era un dispensador de riqueza y por ende, su fama y la fidelidad de los suyos se acrecentaron hasta cotas inimaginables.

Desde esa posición de fuerza, Alarico también obtuvo otra cosa del Senado, que enviara una delegación a Rávena a solicitar a Honorio que se aviniera a un acuerdo, gravoso, sí, pero que parecía ser el único viable a tenor de las penosas circunstancias que vivía el Imperio: Alarico sería nombrado magister militum, su eterna aspiración, con lo que Honorio tendría, de nuevo, un ejército a su servicio. A cambio, Alarico no solo recibiría el preciado título y sus prebendas, sino también tierras en el Nórico, en el alto Danubio, en las que asentar a su pueblo.

Pero hay hombres que, ante una buena oportunidad de solucionar una crisis, responden desechándola y convirtiéndola en una catástrofe insalvable. Honorio era de esos. Confundía su resistencia, asentada en su estúpido orgullo y en su manifiesta debilidad, en una supuesta cualidad que sus cortesanos halagaban de continuo. Así que desechó la propuesta que el Senado, de parte de Alarico, le proponía.

Alarico reaccionó con furia: lanzó a sus guerreros a saquear Etruria y bloqueó más estrechamente a Roma para someterla al hambre más atroz[vi].

La patética reacción de Honorio fue enviar en socorro de la ciudad madre del Imperio un exiguo ejército de seis mil hombres traídos desde las legiones de Dalmacia que, interceptados por los cuarenta mil que seguían a Alarico, fueron aniquilados antes de que lograran penetrar en la Urbe y reforzar así su defensa. Así que Roma, simplemente, no podía esperar más ayuda que la que le habían tratado de llevar los seis mil legionarios dálmatas cuyos cadáveres ahora eran presa de buitres y cuervos[vii].

No fue, sin embargo, la única derrota romana en 409, pues Alarico, informado de que su cuñado, Ataúlfo, llegaba a Italia a la cabeza del resto de su pueblo y de contingentes de refuerzo integrados por guerreros godos, alanos y hunos, salió a su encuentro y cuando los romanos trataron de impedir que las dos columnas bárbaras se reunieran, fueron severamente golpeados y fracasaron en su empeño[viii].

Honorio, desesperado, aislado en Rávena, comenzó por hacer lo que hace cualquier buen idiota: echarle la culpa de sus fracasadas decisiones a aquellos a quienes había encumbrado. Así que ordenó la inmediata eliminación de Olimpio, su nuevo hombre fuerte tras la ejecución de Estilicón, y su sustitución por Jovio, quien abogaba por buscar un acuerdo con Alarico.

Pero este, tras sus victorias, exigía más. Pues ya no se conformaba con ser un magister militum de algún ejército comitatense, sino que reclamaba el título de comes et magister utriusque militiae, lo que, de facto, lo convertiría en el nuevo generalísimo del Imperio romano y en el sucesor de Estilicón. No solo eso, también quería tierras para su pueblo en el Véneto, Dalmacia y el Nórico y crecidos pagos anuales en oro y trigo con los que pagar a sus guerreros y alimentar a sus familias.

Honorio, agobiado, convino en entregar las tierras, el oro y el trigo, pero no el título de comes et magister utriusque militiae, pues esto último lo habría puesto por completo en manos de Alarico.

Sorprendentemente, tras un estallido de ira de Alarico, la negativa imperial no desató todos los infiernos, sino que el rey bárbaro terminó por recapacitar y ofrecer un nuevo y mesurado acuerdo a Honorio: que se le confiara el mando sobre la provincia de Nórico y que se le diera el grano suficiente para alimentar a su pueblo[ix].

Mapa de las campañas de Alarico hasta el saqueo de Roma del 410 y su posterior fallecimiento, extraído del libro Los visigodos. Hijos de un dios furioso. Pincha para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones

Era la gran oportunidad de Honorio. Alarico se conformaba con muy poco y la ganancia para el Imperio era enorme: cuarenta mil soldados, los que mandaba Alarico, engrosarían las menguadas filas de sus ejércitos y ello a cambio de tierras situadas en la frontera más pobre de Roma y de unos cuantos miles de modios de trigo. En suma, era la ocasión perfecta para que, nuevamente, Honorio volviera a dar pruebas manifiestas de su proverbial orgullo y torpeza: por increíble que parezca, se negó a aceptar.

¿Por qué? Quizá confiaba en que los mercenarios hunos que pretendía alistar llegarían a tiempo de derrotar al rey visigodo o quizá creía que el ejército que Oriente enviaba en su auxilio sería lo suficientemente potente como para lograr por sí mismo tal éxito o, simplemente, malinterpretó la mesura de Alarico como debilidad.

En cualquier caso, se negó a acordar nada con Alarico y este, desesperado, pues su pueblo tenía también hambre; frustrado, pues parecía que era imposible llegar a ningún acuerdo y tampoco tenía capacidad para tomar Rávena, marchó de nuevo sobre Roma y la sometió a bloqueo obligando esta vez al Senado a nombrar un emperador de su gusto: Prisco Atalo, un sofisticado aristócrata pagano que accedió a todo lo que Alarico quería, incluido nombrarle comes et magister utriusque militiae.

Así reforzado, Alarico bloqueó también Rávena, puso casi toda Italia bajo la autoridad de su emperador títere y hasta permitió que este tratara de apoderarse de África. Empresa en la que, afortunadamente para Honorio, fracasó. ¿Y Honorio? Pues su decepción siguió creciendo y con ella su incapacidad para encontrar una solución al laberinto en que su orgullo y su estupidez habían metido a Roma.

Pues ni los mercenarios hunos, ni el gran ejército de Oriente que esperaba, llegaron en su socorro. De hecho, en la primavera de 410, lo único que llegó a Rávena proveniente de Oriente fue una escogida y bien equipada tropa de cuatro legiones comitatenses, unos cuatro mil hombres que, aunque reforzaron la guarnición de Rávena, eran demasiado pocos como para pensar en enfrentarse en campo abierto a los godos de Alarico[x].

No obstante, el fracaso de la expedición africana que el emperador títere de Alarico pretendía llevar a cabo, la llegada de trigo y oro africanos a Rávena y la ya mencionada fuerza oriental de refuerzo, daban algunas ventajas a Honorio y Alarico, desesperado tras más de dieciocho meses deambulando con su pueblo por una agotada Italia, y siempre dispuesto a negociar, decidió dejar de lado a Prisco Atalo y volver a tratar de llegar a un acuerdo con Honorio.

Así que marchó a Rávena y esta vez, por fin, todo parecía apuntar a que Alarico y Honorio llegarían a firmar la paz y con ella, la salvaguarda de Roma y la integración del rey bárbaro y sus seguidores en el occidente romano. Pero entonces apareció el segundo bárbaro desesperado de esta historia: Saro.

Saro pertenecía a uno de los linajes dirigentes de las tribus godas, el de los Rosomones, y tenía fama de valiente y exitoso jefe de guerra. En 402 militaba bajo los estandartes de Alarico, pero cuando este fue derrotado por Estilicón en Verona, decidió pasarse a los romanos. Logró así alcanzar lo que Alarico tanto ansiaba: el generalato imperial y como general de Roma, fue enviado por Estilicón a las Galias en 407 a combatir al usurpador Constantino III. Pero fue derrotado y tras la ejecución de Estilicón quedó en una delicada situación y relegado al Piceno al frente de una pequeña fuerza que sumaba solo trescientos guerreros godos. Muy pocos, es verdad, pero suficientes para torpedear el acuerdo entre Alarico y Honorio. Pues Saro odiaba a Alarico y este, a su vez, detestaba a Saro y no hay nada tan duradero y acerado como una enemistad goda.

El caso es que a tan solo doce millas de Rávena, los trescientos guerreros de Saro cayeron por sorpresa sobre el campo de Alarico, generando tal matanza y confusión que el rey de los visi tuvo que huir a toda prisa para salvar la vida. No está claro si Saro había sido ya nombrado magister militum por Honorio o si solo retenía el título de comes o, si incluso, era un marginado al que ya nadie tenía en cuenta. Pero su pequeña victoria lo catapultó de nuevo a la “primera división” del campo de Honorio y le dio el último empujón a Alarico, por así decir, para que saqueara Roma, pues tenía la convicción de que el ataque de Saro era una trampa preparada por Honorio y que ningún pacto era posible ya con el emperador[xi].

¿Qué le quedaba al desesperado Alarico? Dar un puñetazo brutal sobre el tablero del Imperio: entrar a saco en Roma. Así que en julio de 410 el esporádico e incompleto bloqueo de Roma se había tornado estrecho asedio y el hambre reinaba y lo hacía con tal fuerza y devastación que en el Circo Máximo, docenas de miles de ciudadanos romanos gritaban: “Predium inpone carni humanae!” es decir: “¡Fija precio a la carne humana[xii]!” exigiendo al prefecto urbis que buscara una solución, la que fuera, a la hambruna con la que Alarico y sus hordas agobiaban a la ciudad.

El saqueo de Roma

Y agosto llegó y Roma, abandonada a su suerte por un emperador que seguía atrincherado en Rávena, sumaba al hambre la peste y la desesperación. Una desesperación que llevó a algunos romanos al canibalismo y a que, bien por traición o bien por piedad, como recoge una tradición, alguien dejara abierta y sin guardia, la puerta Salaria y por ella, ansiosos por cargarse de riquezas, penetraron los bárbaros en Roma el 24 de agosto de 410[xiii].

Fue un saqueo extraño. Sí, sobre todo porque Alarico impuso a sus hombres una serie de condiciones extraordinarias para entrar a saco en una ciudad conquistada: los guerreros bárbaros debían respetar la vida de los habitantes de la Urbe. No siempre lo hicieron, muchos romanos, al intentar defender a sus esposas o hijas de violadores o al tratar de retener su oro, fueron asesinados y no pocas mujeres y niños fueron cautivados o sufrieron violencia sexual. Pero en general, los hombres de Alarico no quemaron, ni asesinaron sin freno como era costumbre en la época.

Lo que sí hicieron sistemáticamente fue desvalijar a Roma de sus riquezas. El «mesurado saqueo», llamémoslo así, al que Alarico sometió a Roma, fue atribuido por Orosio[xiv] y otros contemporáneos al cristianismo del rey godo y de sus seguidores. Pero es harto difícil que así fuera, siquiera sea porque al menos la mitad de los guerreros que comandaba Alarico el 24 de agosto de 410 eran paganos. Pues paganos eran los miles de seguidores de Radagaiso que, tras haber sido vencidos por Estilicón en 406, fueron integrados en el ejército romano y que, tras la ejecución de Estilicón, huyeron para ponerse bajo el mando de Alarico; y paganos eran también los alanos y hunos que en 409 trajo consigo a Italia Ataúlfo, el cuñado de Alarico.

¿Pero si no fue a la piedad cristiana, a qué recurrió entonces Alarico para imponer orden a sus seguidores durante el saqueo? Pues a la persuasiva codicia. Sí, pues los visi entendieron que saquear una gran ciudad era tarea mucho más fácil y provechosa si se llevaba a cabo con el concurso de los poderosos y ricos habitantes que la regían. Y así, acordando la entrega de riquezas con las opulentas familias senatoriales, los visi se transformaron en el pueblo bárbaro más rico y célebre del orbe.

Fama y tesoros. ¿Qué más podían desear? Los godos de Alarico eran ahora dueños de buena parte de lo que Roma, en incontables siglos y victorias, había atesorado en el templo del Capitolio. Entre las maravillas que cayeron en manos de Alarico estuvo la pieza fundamental del Thesaurus visigodo: la fabulosa y célebre mesa de Salomón.

Tesoros de oro y piedras preciosas y “tesoros humanos”: pues cuando Alarico abandonó la saqueada Roma el 27 de agosto, tras tres días de robo y gloria, lo hizo llevándose con él a toda una princesa imperial: la joven y bella Gala Placidia, hija de Teodosio I el Grande y hermana de Honorio.

emperador honorio saqueo de roma

Los favoritos del emperador Honorio (1883), óleo sobre lienzo de John William Waterhouse (1849-1917), Art Gallery of South Australia. Waterhouse captura en este lienzo el patetismo de uno de los emperadores romanos más débiles, más preocupado por su pasatiempo favorito que por las acuciantes tareas de Estado. Fuente: Wikimedia Commons

Alarico era el conquistador de Roma. Sí, y un fracasado. Pues seguía siendo solo un rey bárbaro y no aquello que realmente deseaba ser, un magister militum del Imperio. Por eso, cuando dejó atrás la saqueada Roma, sabía que poseía fama imperecedera y riquezas sin cuento, pero que su situación política seguía siendo tan precaria como antes de entrar en Roma y que su pueblo, aunque poseía oro, pasaba hambre y seguiría pasándola si no llegaba a un acuerdo con Honorio.

Marchó hacia el sur. Hacia la punta de la bota de Italia. ¿Por qué? Porque el norte estaba esquilmado tras años de guerra y Alarico, si no lograba el maldito acuerdo con Honorio, solo tendría una opción para librar a su pueblo de la hambruna: pasar a Sicilia y a África, los graneros de Occidente. Pero Roma seguía siendo dueña del mar y a su poder naval se sumaron las tormentas de fines de verano. Así que Alarico no pudo pasar a Sicilia y, frustrado, con sus gentes pasando hambre, retrocedió.

No mucho. La enfermedad lo alcanzó al poco y le dio muerte con apenas cuarenta y cinco años. Lo enterraron en el lecho de un río, rodeado de riquezas y tras dar muerte a los cautivos y esclavos que llevaron a cabo la magna obra. Su fama, la de haber entrado como conquistador en Roma, aún perdura.

Las consecuencias

Unas semanas después del saqueo de Roma, la noticia llegó a Belén, en la lejana provincia romana de Palestina. Allí, un célebre hombre santo, san Jerónimo, quedó trastornado y presa del más terrible horror: ¿cómo era posible que la Ciudad que Dios había señalado para gobernar el mundo hubiera perecido bajo las toscas sandalias de los bárbaros?

La terrible nueva también llegó a África, a Hipona, en donde san Agustín, ante el trastorno sin igual que la caída de Roma había sembrado entre muchos de los ciudadanos cristianos del Imperio, se vería obligado a escribir su influyente y celebérrima La ciudad de Dios.

Pues la caída de Roma hacía creer a muchos que el fin de los tiempos se aproximaba o que la cólera de Dios se abatía sobre los romanos. ¿Pero cómo era eso posible? ¿Acaso el emperador no era “La imagen corpórea de Cristo en la tierra”? Sí, eso se afirmaba y, sin embargo, el Dios cristiano no había defendido Roma.

Los paganos, por su parte, señalaron que aquella calamidad era el castigo que los viejos dioses de Roma enviaban por la impiedad de los romanos que los habían abandonado.

Roma y la Pars Occidentis se sobrepusieron al saqueo y para 421, el Imperio, aunque había perdido el control sobre Britania, buena parte de las Hispanias y porciones considerables de las Galias, parecía capaz de rehacerse. Pero sus heridas eran profundas y, ciertamente, el saqueo de su capital madre, las expuso ante los ojos de quien quisiera verlas.

Bibliografía

Notas

[i] Amiano Marcelino XVI.10.14-15. El apelativo de “Ciudad Eterna” se venía usando, por lo menos, desde el principado de Adriano, 117-138 d.C. apareciendo en las monedas: Urbs Aeterna. A fines del siglo IV e inicios del V, era tan corriente que hasta se echaba mano de él en el texto de las leyes, como por ejemplo en el edicto promulgado por Valente y Valentiniano en 364en, recogido en el Código teodosiano: CTH XV.1.11.

[ii] Soto Chica, J. La batalla de Pollentia: cuando la sangre era más preciosa que el oro. Desperta Ferro especiales 1, 2020, pp. 14-18.

[iii] Zósimo V,34-35

[iv] CTH 14.3,2-10 y 22.1; CTH 14.4.10 y CTH 17.2-6 en: Código Teodosiano:  http://www.thelatinlibrary.com. (Última consulta 28-07-2021)

[v] Zósimo V,39-41

[vi] Zósimo V,42-43

[vii] Zósimo V,45

[viii] Zósimo V,45

[ix] Zósimo V,46-51

[x] Sozómenos IX,4; Zósimo VI,8

[xi] Olimpiodoro f 1,3; Zósimo V.36,2 y VI,6-13;Sozómeno IX.9,2-4.

[xii] Zósimo VI,11.

[xiii]Zósimo V,30-51; Orosio VII,38-39; San Agustín, La Ciudad de Dios, I,I-III; Filostorgio, Historia eclesiástica, XII,1-3; Sozómenos. IX-,4-11; Sócrates Escolástico VII,10-11; Jordanes, Getica XXX,155-157; Procopio, Historia de las guerras, III,2.14-30; Olimpiodoro Frag 13; San Isidoro 15-18; Jiménez Garnica, A. M: “El camino hacia la leyenda: Alarico y el saco de Roma.” , Opidum, Cuadernos de investigación, Nº 13, 2017, pp. 177-197; Heather, P. Goths and romans…opus cit. pp. 193-224; Heather, P. La caída del imperio romano….opus cit. pp. 278-292; Ferrill, A. La caída del Imperio….Opus cit. pp. 99-106; Collins, R. La España visigoda….opus cit. pp. 5-22; Arce, J. Alarico….opus cit. pp. 86-139

[xiv] Orosio, VII,37,11 y 39,1-16

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